16 diciembre, 2009

Venus Anadiómena

Siempre fue mucho misterio esa mujer. La desnudez le era tan natural como el café en las mañanas. Se abstraía de una forma tal, que él temía que un día saliera al balcón a regar las plantas olvidando que llevaba ropa. Claro que con este pensamiento exageraba, porque en su balcón no había plantas y tampoco ella era del tipo de regarlas. Solía mirarla largamente, asegurándose de que no le veía, y más que su desnudez contemplaba su lejanía, su abstracto vagar de exiliada, de Venus Anadiómena. Cuando regresaba de aquellos mundos plútonicos lo hacía con una sonrisa, se vestía y se escapaba hacia otros lugares terrenales. Tarareaba al bajar por las escaleras, y ya abajo, él la seguía con la mirada desde el balcón. Ella volteaba, le guiñaba un ojo, le soplaba un beso. Cuando se iba no le importaba en lo absoluto, pero cuando estaba con ella y la veía trasladarse a esos confines donde no era invitado, entonces se sentía contento, le invadía cierta paz, el extraño placer de soñar con una mujer imprecisa, romántica, que soñaba fuera de sus sueños.

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