20 octubre, 2009

Memoria de elefante

Cuando le llegó la edad aquella en que a cualquiera le patina el coco, empezó a revelar aquellos secretos que su marido nunca supo. El problema era que lo hacía de una forma inconciente, en las conversaciones con los nietos, en las cenas familiares o las discusiones rutinarias. La memoria le jugaba la falaz broma de deslizarse en los momentos menos esperados. Una vez metida la pata, seguía hablando naturalmente ante el desconcierto del marido y de los hijos, que creían saber el más corto de sus pasos. Pero aquellos secretos no gozaban del mas nimio toque de misterio o morbo que pudieran causar un mayor interés, por eso sus hijos no se afanaban en averiguar, a qué edad su madre tomó aquellas clases de tango que dijo haber tomado cuando al fin se decidió que, "Laurita", la nieta más pequeña, tomara clases de ballet. Así, en ocasiones distintas, y conversaciones banales muy desprovistas de intimidad, llegó a mencionar que extrañaba los brownies de la pastelería y las caminatas por el malecón, que si aquel restaurante era malo o aquel otro era bueno, que si por la calle tal ya no venden flores, que qué magistral aquella ponencia del escritor tal cuando vino al país, que aquella película era muy buena, y aquella obra teatral era muy mala... Y ante tanto aquel o aquella, su marido optó por pensar que a su mujer le estaba patinando el coco, pues en 35 años de casados se sabe todas las calles por la que camina su esposa, los postres que le gustan, las películas u obras teatrales que ve, y todo lo demás. Nunca se detuvo a pensar que su esposa, con quien mantenía tres décadas y un lustro de convivencia, callaba cientos de tontos acontecimientos por el puro placer de tener enigmas. Pero el día que hizo mención de un tal Fernando, sintió el peso de la duda. Sin más ni más, le encaró.

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