Anduvo extraño todo el día, como si negras golondrinas volaran sobre su cabeza, con nefastos pensamientos de pérdida y soledad. Por eso quiso caminar aquella tarde demasiado oscura para un mes de julio, con nubarrones que anunciaban desplomarse, y un viento poseso que arrancaba hojas y ramas, haciendo bailar y chirriar los letreros. La gente frenética buscaba refugio, excepto él. Probablemente era el único hombre en aquella ciudad que no pensaba en la lluvia, en llegar a casa, en calor. Era mejor retrasar la falsa tibieza, aunque aquello implicara mojarse de dudas.
Su silencio pesaba por las calles ruidosas. Ningún sonido lo perturbaba, iba tan abstraído y pensaba, que si la muerte le hubiera tocado el hombro, tal vez ni se hubiera dado cuenta.Cuando empezó a llover, se cobijó bajo el toldo de un hotel aparentemente abandonado y allí estuvo los largos veinte minutos de densa lluvia.
El cielo volvió a aclararse, y volvieron a tropel los sonidos citadinos y de noche prematura. Cuando se disponía a caminar, en el nuevo charco formado en la acera, se atascaba con un par de botellas, un barco de papel. Lo recogió, notó que aún no se había mojado lo suficiente como para deteriorarse, como si lo acabaran de colocar cuidadosamente en el agua. Lo observó con minuciosidad queriendo entender la lógica de su doblaje. Al otro lado de la calle, una sonora risa se destacaba entre otros sonidos, le era tan familiar, tan cercana, que si no hubiera visto el rostro de su dueña, aún así la hubiera reconocido. Estaba empapada y feliz, con los vestigios de un maquillaje que lejos de deslucirla, le hacían parecer más fresca y radiante. Con un beso suave y fugaz se despidió de su amante. Subió a un taxi soplándole un último beso en el aire.
Inmóvil y abstraído, el observador miró el barco de papel que tenía en sus manos, casi de forma mecánica lo desdobló lentamente. En el papel, la frase era corta pero concisa, confirmándole lo que ya no era una duda. Unas letras claras y redondas decían letalmente: ‘‘Ya no te quiero’’.
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