Para llegar, había que atravesar el sendero alfombrado de hojas y hojas, techado por ramas que infiltraba rayitos de luz. Se podía escuchar el chillido de los pájaros, el murmullo de las aguas deslizarse por las rocas, y de lejos, ecos de voces y risas. Te hacías conciente de tus propios pasos, y del inconfundible olor de la tierra. Al final de aquel túnel natural, se abría como bambalinas en el escenario, el charco, aquel paisaje fastuoso, con sus árboles y sus rocas, con su cielo de permanente verano. Este lugar lo llamo inocencia, y es donde todos solemos regresar de vez en cuando, aunque sea para no olvidar que existió realmente.
Recuerdo de Jánico.